Cuando los del Planeta del Bebé me propusieron lo de ser probadora de productos se me volvieron los ojos de la emoción. Primero, porque a mí y a mi afán consumista nos encanta probar cosas nuevas y, segundo, por poder ofrecer mi opinión cual reputada experta en el tema, como si fuera una persona psíquicamente estable y con conocimiento de causa.
Sólo me asaltaron un par de preocupaciones: una, que el objeto a probar no sobreviviera a las primeras 48 horas gracias al poder de destrucción masiva de la pelirroja, y dos, que tuviera que decir que algo estaba bien cuando en realidad no lo estaba, que bastantes cosas tiene una en la cabeza para además andar fingiendo por ahí, con las pocas neuronas que me quedan desde que me entregué al malvivir maternal. Pero hubo buenas noticias, el producto sería para mí para siempre –que diría mi amiga Rocío-, esto es que si la pelirroja acababa desmontándolo o pintándolo de purpurina dorada no me iban a denunciar, y que podía decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, lo que agradezco enormemente, más que por conciencia –dios me libre de ser una persona respetable- por la falta de memoria, que ya se sabe que no hay nada más cutre que un mentiroso olvidadizo. Pues eso.
Así que todo fue felicidad y más aún cuando el mensajero llegó a casa con el primer producto: una maleta Trunki más bonita que un San Luis. Ideada para niños, con cuatro ruedas, una cinta para un fácil transporte y pintada como si fuera una mariquita, roja con lunares negros y hasta con sus antenas y todo. Una monería.
Sobra decir que la pelirroja quedó maravillada al instante e incluso aceptó tomarse una minicucharada de paella a cambio de la maleta, que era el trato improvisado que me saqué de la manga para sacar provecho maternal del asunto, que en la maternidad y en la guerra todo vale.
El pater, que es bastante más paciente que yo –aunque más paciente que yo es un chimpancé medicado de ésos que salen en las películas golpeando las jaulas- fue el encargado de explicarle a la niña cómo se abría y se cerraba el artilugio, preparándola para el día que tenga que hacer su equipaje y salir rumbo a casa de la abuela mientras me sacan al hermanísimo de las entrañas. Y antes de que pudiéramos darnos cuenta, ya había metido quince muñecos dentro y tras atarlos con la goma y cerrar la maleta como una señora de bien, se dispuso a arrastrarlos por toda la casa cual turista trasnochada que no encuentra hotel disponible.
Y así estuvo, metiendo y sacando cosas como Mary Poppins durante más de una hora, hasta que se topó con uno de los cartones, que a modo de instrucciones ilustradas acompañaban la maleta, y descubrió que también podía subirse en ella y usarla a modo de caballito –amariquitado, eso sí, y que conste que no va con segundas- y ni corta ni perezosa, se ‘encalomó’ sobre ella paseándose por toda la casa, muerta de risa de la emoción, y dejándose la salud y la simetría frontal contra las esquinas de la casa.
Un truco que le enseñó al primísimo –de seis años- nada más llegar de visita esa misma tarde, y se pasaron las horas arrastrándose uno a otro, gracias a la cinta de quita y pon que facilita la conducción y el estampamiento contra toda pared, pero ya se sabe que sarna con gusto no pica y los primísimos, habitualmente entregados a la lucha personal, estuvieron entretenidos y amigables toda la tarde. Una bicoca, oiga. Hasta que yo, madre aguafiestas por naturaleza, decidí guardarla, que como ya he dicho, tengo que usarla muchas veces para mandar a la nena a casa de la abuela, bien para el futuro parto o bien para ese viaje a Bali que tengo pendiente y que nadie quiere regalarme.
Pero por supuesto, la maleta Trunki -me encanta el nombre- duró escondida una media hora aproximadamente, que la niña es muy lista y el primo ya va a Primaria –un respeto, oiga- y antes de que me diera cuenta, ya estaban cabalgando otra vez, arrasando con muebles, esquinas y mi limitada paciencia.
Pero eso no fue lo peor, lo peor fue que durante tres días estuvimos teniendo que levantarnos a cambiar la tele de canal, como si sufriéramos un ‘revival’ de los 80 porque no uno, sino los dos mandos de la tele habían desaparecido misteriosamente. Menos mal que el pater, que en su día no tuvo que pasar por la cesárea y que por tanto le han quedado más neuronas vivas que a mí, reaccionó al tercer día y pegando un salto del sofá gritó ‘la maleta’ y antes de que yo pudiera emocionarme ante la idea de un viaje sorpresa, apareció con la Trunki en la mano, que efectivamente tenía dentro no sólo los dos mandos de la tele, sino también la mantita de Kitty, un rimel viejo y el cepillo de la Nenuco Peinados. Y lo mejor es que aún sobraba mucho espacio.
Si es que la Trunki es mucha Trunki.
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